Comentario
A lo largo del siglo XVI, el Mediterráneo fue el teatro de operaciones en el que los Imperios hispano y otomano se disputaron el dominio del Viejo Mundo. Alrededor del protagonismo beligerante del Emperador y del Sultán actuaron personajes secundarios, aunque no menos decisivos, tanto cristianos -del Papa a la Orden de Malta, de Génova a Venecia- como musulmanes -piratas berberiscos, corsarios renegados, moriscos-. Ambos enemigos y sendas leyes, religiones y civilizaciones protagonizaron, amén de un sinfín de escaramuzas propias de toda guerra fronteriza, las empresas navales más sonoras y legendarias de su tiempo.
Entre estas, una de las más alabadas por los cronistas imperiales fue la conquista o, con más propiedad, reconquista de Túnez por Carlos V en 1535. La trascendencia de dicha campaña, aunque devaluada por los acontecimientos posteriores, ha de justipreciarse en el contexto de la geopolítica carolina en el Mare Nostrum. La defensa de esta cambiante frontera se convirtió en un objetivo vital para asegurar las comunicaciones entre España y sus dominios italianos, desde donde se apuntaba hacia Centroeuropa y Flandes y se orientaban hacía las plazas norteafricanas los convoyes de galeras. De esta forma, se mantenían expeditas las rutas comerciales, se defendían las poblaciones costeras e insulares de las incursiones turcas y berberiscas y, mediante el procedimiento de "correr costas y caravanas", en cada estación estival se limpiaban unas aguas infestadas de rapaces piratas y escuadras otomanas. Esta situación fue gravemente deteriorada a principios de la década de los treinta, con el asentamiento del régimen berberisco de los Barbarroja en Argelia, reforzado por un contingente de jenízaros, tras su pacto con la Sublime Puerta, y por la afluencia de marinos levantinos y renegados cristianos.
Cuando Carlos V se hizo a la mar en julio de 1529 con lo más granado de la Armada española para ser coronado por el papa Clemente VII en Bolonia, dejó las costas desguarnecidas y Jeredín Barbarroja y sus arraeces -capitanes- multiplicaron sus andanzas. Aquí se enmarcan hechos como la toma del Peñón de Argel, la batalla de Formentera y las razias sobre Cerdeña y Mallorca.
La recompensa del Gran Turco al hostigamiento de Jeredín consistió en sus sucesivos nombramientos como gobernador de Berbería y gran almirante de la Armada otomana. Pero más que la magnificación del afamado corsario resultó trascendente en esta escalada del expansionismo musulmán -que tuvo su avanzadilla más amenazadora en la marcha sobre Viena del poderoso ejército de Solimán el Magnífico- la escandalosa alianza entre Francisco I de Francia y la Sublime Puerta. Tras ella, Barbarroja se vio, a la altura de 1534, con las manos libres para asolar las costas italianas con total impunidad y, en un intento de reproducir su señorío argelino, tomar Túnez y destronar al rey hafsí Muley Hasán. El peligro de este acercamiento berberisco y la amistad dinástica hispano-tunecina exigió una contundente respuesta del César Carlos.